lunes, 29 de octubre de 2012

El pase del libro. Antoñete



Aprovechando el aniversario de la muerte del Maestro Chenel, releo el libro de Javier Manzano “Antoñete, La Tauromaquia de la movida” de la editorial Reino de Cordelia.
De cada nueva lectura se saca algo interesante que a veces haya podido pasar más desapercibido en una primera lectura.
Habla Antoñete del “pase del libro”…

El pase del libro es un lance que encaja en este apartado de pases de adorno, aunque no por ello significa necesariamente, al igual que los anteriores, que se ejecute con la finalización de la faena que es donde se suelen realizar los ya descritos.
Este pase del libro es de mi propia cosecha, aunque no lo popularicé ni lo practiqué profusamente, en gran medida porque quizá apenas encontré toros que lo merecieran.

Hubo uno sobre todo que lo pidió a gritos y que fue ante el que lo ejecuté o ante el que me brotó con absoluta entrega y naturalidad poseído como estaba por la grandiosidad del toreo, ebrio a más no poder del arte que aquel guapo torito blanco me reclamaba con cada mirada, me extraía en cada galopada, me brindaba en todos y cada uno de los segundos eternos que duró aquella faena que me enseñó como nadie y como nada en la vida lo que es el éxtasis.

Atrevido se llamó y frente a él, sin premeditación ni mucho menos alevosía, ejecuté o mejor dicho cincelé, que suena artista y no castrense, este pase del libro que de bien chico diseñé y pulí a hurtadillas en el ruedo de Las Ventas, que era el patio de mi casa, mientras bebía los litros de tauromaquia y torería que allí destilaban en sus entrenamientos matadores de postín y otros que soñaban con serlo.
Todos ellos ejecutaban de salón sus suertes y las suertes, y empapadísimo de aquello busqué, casi por eliminación, un lance personal e intransferible que ensayé y perfeccioné, por mi timidez, lejos de sus miradas y sus comentarios y críticas.
Lo probé en mis comienzos por los alberos del anonimato, y creo recordar que lo mostré en algún festejo sin que trascendiera más allá del círculo de los muy muy  aficionados o los muy muy partidarios. En los dobladillos de mi esportón lo guardé para únicamente sacarlo en ocasiones excepcionales como aquella tarde del toro blanco de Osborne.

Esa tarde lo realicé como creo, ahora, que debería realizarse: en mitad de la faena de muleta, en los medios de una serie y no en sus remates.
Había dejado al toro en su distancia, en la distancia, y me dispuse por naturales cuando observando su mirada vi que pedía y me retaba a algo diferente, personal e intransferible, artístico y eterno por más fugaz que fuese a ser.
Con la muleta en la izquierda frente a mi, sujetada por el estoque que sostenía en mi mano derecha, llamé al toro adelantando suavemente aquella proa de roja franela que asemejaba al lomo de un libro cuyas tapas fuesen, precisamente, la muleta y el estoque.
Cuando se arrancó noble y brioso aguanté hasta casi el momento del embroque para en ese instante desplazar hacia atrás suavemente la mano derecha y suavemente abrir la izquierda al natural llevando prendida en ella la noble e interminable embestida.
Dicho de otra forma, soltar muy despacio la tapa del libro que sujetaba la mano derecha mientras la izquierda lo despliega muy despacio abriéndolo casi hoja a hoja frente a la embestida del toro que cual ávido lector persigue afanoso el suave revuelo del abanico de páginas.
El pase del libro.




martes, 16 de octubre de 2012

Yo pecador...



Confieso que sólo pretendo…

Que se trate  al toro, como protagonista indiscutible que es de la Tauromaquia, con el debido y merecido respeto.
Que nunca salte a ningún ruedo un animal con sus defensas mutiladas. Que se persiga y se castigue de una vez por todas a quien por acción o por omisión  viole y despunte los pitones de un toro para lidia a pie, sea ganadero,  mayoral, apoderado, empresario, torero o violinista.

Un toro encastado, con el trapío exigible en cada plaza, pero con casta. Independientemente de que luego resulte mayor o menor su bravura, que eso ya sería mucho pretender…

Que la lidia del toro en la plaza se ajuste a las normas y costumbres, y se desarrolle con orden y concierto.

Que la suerte de varas, argumento del primer tercio de la lidia, se ejecute de verdad, no simuladamente.
“Citar después, un tanto terciado el caballo, que adelantaba exponiéndolo a los pechos. Cuando se arrancaba el toro, Sixto Vázquez se inclinaba adelante, se dejaba caer lateral, la vara en ristre, y adelantándola a la extensión natural del brazo, recibía la embestida hundiendo la puya en el morrillo. Pero, al tiempo volvía el cuello del caballo para librarlo del hachazo y con ese leve giro, mas la fuerza de su brazo, empujaba al toro hacia fuera de la suerte y prácticamente lo dejaba en los vuelos del capote que el matador presentaba para el quite” (Joaquín Vidal, sobre Sixto Vázquez, picador mexicano).
Ni más ni menos pretendo.

Que el tercio de banderillas deje de ser un mero trámite que da paso a la faena de muleta y permita ver las distintas y variadas  formas de ejecutar la suerte, sea al cuarteo, al sesgo, a topa carnero, al recorte o incluso al violín. Todo ello sin necesidad de aderezar la suerte con correrías  innecesarias, aspavientos y solicitud ostentosa de aprobación por el respetable.

Que el tercio de muerte o de muleta  no se alargue innecesariamente a base de dar pases y más pases carentes de sentido y emoción. Que cuando la condición del toro lo haga posible se muestre el amplio y variado repertorio y las distintas formas de emplear el engaño, aunque sólo sea por su valor didáctico.
Que se valore en su justa medida al diestro que carga la suerte adelantando la pierna contraria. Al que cita la embestida en la rectitud del toro trazando esa imaginaria línea que une el medio pecho del torero con  la penca pasando por la testuz de la res. Al que encadena con ligazón las series rematando el viaje muy atrás, donde se pierde la cadera.

Y que se castigue, figuradamente, al que sin justificación cita con ventajas, al hilo del pitón cuando no fuera de cacho, al que retrasa la pierna escondiendo además su valor,  al que descarga la suerte, al que trata de engañar al respetable utilizando todas estos trucos y algunas otras ventajas más, y que en no pocas ocasiones, desgraciadamente, sirven para encumbrar el destoreo.
  
Tan solo esto y poco más es lo que pretendo, y en su búsqueda confieso haber asistido como penitencia a una buena cantidad de espectáculos, en los que poco o nada de lo pretendido he encontrado.

Y como sé que lo que pido es poco y estoy dispuesto a perseverar en el empeño, espero y acepto la penitencia que me sea impuesta.

Amén